viernes, 7 de noviembre de 2014

Monique de Roux: Dibujos


Cuando publique esta entrada seguro que la exposición de dibujos de Monique De Roux, en la galería Pelayo47, ya se ha clausurado, pero es igual, llegué tarde para verla y tarde subo la entrada. Y es que hay exposiciones gratificantes y plagadas de belleza, como ésta, en las que uno se encuentra libre y merecen la pena reseñar aunque quien lea la entrada ya no pueda ver la muestra. Y subo la entrada porque las obras de De Roux me traen esos recuerdos que ya creía olvidados; recuerdos cargados de luz y de imágenes rescatadas de un pasado tan lejano que a duras penas nos recuerdan que una vez fuimos niños, y nos trae ese tiempo en que veíamos los objetos, las personas y el aire que los envolvía de una manera que ya difícilmente, con el paso de tantos años, volvamos a percibir. Son estas sensaciones cargadas de pureza las que rescata esta pequeña muestra, entre otras cosas, simplemente, porque el artista se presta a ello.

Los movimientos sin esfuerzo que captura De Roux, rostros tiernos, la quietud de sus personajes que semejan a veces las poses tranquilas de Gauguin, o esas bacantes que fluyen y gravitan con la fuerza y el vigor de Picasso, se confunden otras veces con los rostros bondadosos y cándidos de Botero. Cielos glaucos del otoño al atardecer, de azul turquesa, frutas maduras en un regazo, miradas inocentes de adolescencia; los movimientos retenidos en la pupila infantil que nunca desaparecerán; el descanso después del juego agotador y el perro que brinca y se recoge a nuestros pies.

Son imágenes henchidas de sosiego, y todo, casi todo, de un solo color, apenas esbozadas las sobras por el lápiz y una tenue aguada de acuarela, el azul de un cielo vespertino, el monte lejano sin formas y un prado sin color. Son escenas de niñez que aún nos permiten oler la hierba y el membrillo recién cortado; oír las risas de niños entre voces de adultos y revivir las carreras y los juegos infantiles a la luz de luna y el esfuerzo que hicimos para ganar la meta, sin más recompensa que una sonrisa, una mirada, o un sabor lejano, como evocara Proust, a recuerdos de desayunos en el pueblo que una vez habitáramos, los aires puros, los amaneceres límpidos, el olor a piel infantil, la voz de aquel amigo y el plácido arrullo que llegaba desde el palomar.

Y muchas veces nos preguntamos, en torno al artista, el porqué del dibujo inacabado, ¿qué causa o qué razón hay detrás de esos colores tan sólo esbozados? ¿El hartazgo de contar una historia sin destinatario? Quizá sea que el recuerdo no tiene color, solo formas y con un pequeño matiz, una simple pincelada de color sea suficiente para traernos a la memoria todas las escenas que vivimos una tarde, un día, o un verano bajo una sombrilla al abrigo del sol del mediodía, en un rincón de la casa de campo, durante la siesta o en las noches cálidas iluminadas por una tenue luna, y baste ese toque de color para evocar todas estas pequeñas cosas con una sola pincelada.

Dibujos, de Monique de Roux, en la Galería Pelayo47, en la calle Pelayo, 47 de Madrid.



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