viernes, 12 de junio de 2015

Mingorría: El molino de Pablo


La veleta de la iglesia señala hacia levante. Sobre la pequeña espadaña que corona la iglesia la cigüeña aburrida claquetea el pico, machar el ajo que dicen por aquí, y parece dar vida más allá del canto de los tordos que  por los tejados, van de antena en antena, y el piar de gorriones, vencejos, aviones y golondrinas que cruzan el cielo zigzagueando sin parar. No hay una nube en el cielo y a lo lejos se ve volar un águila. La mañana se ha levantado fresca, es día del Corpus Christi, y no es festivo en el pueblo, pero sí en Madrid, de donde vienen unos amigos para hacer una excursión por los alrededores del pueblo. El objetivo es ir al río, al Molino de Pablo y volver para la hora de comida.

Salimos del pueblo hacia el sur, cuesta arriba por el Alto de San Blas. A mitad de la cuesta tomamos el primer desvío a la derecha, dejando la ermita de la Virgen y el verraco celtibérico aún más a la derecha. A la izquierda del camino hay unas naves y un corral donde gruñen dos cerdos blancos; a la derecha una veta de cuarzo en Rogallinas separa el camino de los sembrados. Esta veta tiene pequeñas cristalizaciones de piritas fáciles de encontrar, justo en la zona donde comienza a descender el camino, frente al aserradero de piedra, hasta llegar a la vaguada donde se remansa el agua de un manantial. Allí nos cruzamos con Félix que vuelve de pasear con su galgo, nos saludamos y seguimos el camino hasta llegar al arroyo, un pequeño reguero de agua clara que forma el manantial. A partir de aquí el paisaje se despeja, a la derecha crecen, pegadas a una pared de piedra, unas zarzas espesas, bien regadas por el arroyo que darán, seguro, moras dulces como la miel a finales de agosto, ahora apenas están en flor; a la izquierda un campo de centeno se extiende en suave cuesta hasta el horizonte.

Un  poco más adelante nos cruzamos con un Land-Rover; el conductor nos saluda desde dentro sin bajar la ventanilla, a su paso se levanta una pequeña polvareda. El zarzal, terminado el muro de piedra sobre el que crece, da paso al encinar y a los berrocales que hacen casi imposible el cultivo con el tractor. A unos cien metros se ve la entrada a una finca cercada con valla de alambre que nos acompañará todo el trayecto, y a la izquierda, en un barbecho, pace un rebaño de cabras. Es la antesala del monte, el encinar por donde campa el conejo, el zorro, el jabalí y, según me han contado, también el lobo. El viento, suave, se encrespa por momentos y nos obliga a sujetar los sombreros mientras a lo lejos el pastor que vigila el rebaño de cabras nos saluda apoyado en su garrote; a su lado un perro color canela recién esquilado que desde el camino parece un cordero. Son las once y el sol comienza a calentar.

El camino por momentos se pierde, a la izquierda quedan trozos de una pared de piedra y algún que otro mojón de las fincas abandonadas. Los excursionistas comenzamos a formar grupos sin darnos cuenta. Sobre nosotros se recorta la silueta de una cigüeña y al fondo, entre la copa de las encinas se ve la presa y su la derecha dos pequeños montículos que forman Las Cogotas, donde está el castro celta, se llama así porque semejan dos cogotes, y da nombre a la presa. Durante la charla pasamos junto a la piedra de una linde que tiene encima piedras pequeñas y una raíz reseca: "Alguien se lo llevará" dice Luisa que va a mi lado, está tan seca que ya no sirve ni para la lumbre de la chimenea", y al mirar, una lagartija levanta orgullosa la cabeza mientras se calienta al sol sobre un trozo de pizarra.

El tomillo y los berceos comienzan a apoderarse del camino y conforme avanzamos la vereda se borra y el matorral nos empuja hacia la valla de metal y afloran algunas pizarras; el suelo se torna por momentos en un pedregal incómodo que termina en una  pendiente sinuosa que nos lleva hasta el cauce seco de un arroyo. Aquí el paisaje cambia, el suelo se esponja bajo la sombra de la hojarasca de chopos y fresnos y al abrigo de farallones de granito y pizarras formando una pequeña pradera desde donde se oye correr el agua del río. Es el Adaja, como diría Machado y aunque no lo merezca, uno de los arroyos que buscan al padre Duero, que se remansa y corre dirección a Arévalo. Al entrar en la pradera, al final de la pendiente polvorienta, nos recibe un pequeño muro que sirve para encauzar el arroyo ahora seco cuando lleva agua. No tiene el muro más de un metro de altura y medio de ancho y desemboca en el canal principal que vierte en el saetín donde en su día moviera los mecanismos del molino.

A la izquierda se abre la pradera. El tronco de un chopo caído sirve de asiento a los excursionistas frente al canal que se construyó para llevar el agua al molino. La hierba mullida está salpicada de poleo y ortigas y rezuma el frescor de la corriente de agua cristalina. Bordea el canal una pared ancha y alta, de más de un metro de espesor, construida con grandes piedras sobre las que descansan losas de granito y restos de las muelas desgastadas del molino. Mientras los excursionistas comen fruta, me paseo sobre el muro, sorteando zarzas y juncos, hasta llegar a la entrada de la esclusa que da paso al agua. De ahí vuela un mirlo para perderse en la espesura de las mimbreras. Me entretengo oyendo el murmullo del agua, mirando las mariposas que revolotean nerviosas y una pareja de libélulas rojas que juegan a perseguirse.

Sobre la piedra de la entrada de la esclusa aún está parte del mecanismo que levanta la reja, ahora desaparecida, que servía de compuerta para inundar el canal; en el remanso que se forma a la entrada se refleja la orilla derecha iluminada por el sol, tiene frondosos tonos verdes con vegetación más espesa, por donde ya no pasar nadie y el encinar ha vuelto a adueñarse del monte. Sobre el remanso del río un grupo de zapateros de larguísimas patas parece patinar sobre agua. Vuelvo paseando despacio por encima de la pared, las piedras inseguras y mal asentadas amenazan con desmoronarse sobre todo en una zona que parece que en su día fue el aliviadero, hasta llegar al final del canal donde, en una boca oscura y ancha, el cubo, se vierte el agua al saetín que movería si las hubiera palas, engranajes, poleas y palancas, que abandonadas desde hace años, han desaparecido.

El molino son dos edificios construidos en mampostería. En el de la derecha, que debía ser almacén, sólo queda las paredes; mientras que el molino propiamente dicho, conserva gran parte del tejado, aunque se ha derrumbado el centro cediendo la viga central y la zona que era el primer piso. La viga aún tiene clavados algunos cabrios y parte de la tarima que fuese piso, y entre ellos aún quedan algunos nidos de pájaros. Al fondo del edificio hay una gran piedra de moler en posición vertical y algunos muebles como cajoneras y peldaños de la escalera, maderas carcomidas y semienterradas por cascotes de teja y el resto del tejado que se sostiene en difícil equilibro. Todo el tejado amenaza con derrumbarse en cualquier momento sobre las zarzas que se han adueñado del interior.
Sobre la puerta hay una zona enfoscada que debió tener un nombre o una fecha, pero ahora no se lee nada. Sólo, sobre la roca que resguarda parte del edifico que debió ser almacén, y que es de difícil acceso, hay un nombre escrito con letra inglesa "letra con la que aprendieron a escribir en los años 20" me dice Luisa; y al otro lado, hay escritas unas letras con pintura roja, pintura como la que utilizan los canteros para marcar las piedras.

La mayor parte de los excursionistas ya había abandonado el lugar. El camino de vuelta, cuesta arriba, resulta algo más difícil: "Seguro, me dice Luisa, que este camino debía estar rellenado de tierra o enlosado" porque por allí bajaban y subían las bestias, burros y mulas, cargados de harina y grano. "Y en pago, añade, dejaban la maquila al molinero", y como muestra de ese pasado no tan lejano, enterrada entre el polvo blanco, sobresale un trozo de herradura oxidada.

El sol se filtra entre las encinas que nos acompañan ahora a nuestra derecha, y algún saltamontes gris se cruza abriendo sus alas azuladas para llegar aún más lejos en el salto. El monte parece a trechos un mar verdoso de berceos dorados. Nos detenemos un momento frente a una encina que el azar ha hecho que crezca entre dos grandes bloques del berrocal. mientras al son de las esquilas se acercan ahora desperdigadas las cabras. El cabrero, la piel quemada por el sol, se ha desabotonado la camisa."Hace calor, le digo", "Ayer hizo más, contesta, al menos esta mañana ha refrescado. Pero, añade, aún va a calentar", y sigue su camino. El perro que parece un cordero nos olisquea y se marcha tras su amo.

Seguimos hasta llegar de nuevo a la entrada de la finca cercada por la valla de alambre, tomando el camino entre el campo de centeno, el barbecho donde pastaban las cabras y la pared que, rematada de zarzas, termina en el manantial que se remansa antes de subir la cuesta de Rogallinas, con su veta de cuarzo blanco y sus diminutas piritas. Y al bajar la cuesta, ya en el último corral, la pareja de cerdos blancos ya no gruñe, se ha refugiado del sol y del aire que sopla solano, a la sombra de un chamizo. Sólo faltan unos metros para llegar a los olmos que jalonan el Alto de San Blás hasta las primeras casas, el jardín de la piscina municipal y el bar donde nos esperan sentados a la sombra, desde hace un rato a Luisa y a mi, el resto de excursionistas. Y al llegar pregunté: ¿quién era Pablo, el del molino?. "Si vas a la casa pintada de blanco con el zócalo pintando de azul, como las casas de la Mancha, que está llegando al final del pueblo, igual allí te lo dicen, porque allí vivía Pablo. Cuentan que estuvo en Filipinas, fue de los últimos en volver". Esto me contestaron y con esta anécdota terminó la excursión al río y al Molino de Pablo.