viernes, 16 de septiembre de 2016

Confidencias en la piscina


Fue, entrando en el recinto de la piscina, cuando vio a las dos mujeres tumbadas a la sombra de sendas sombrillas. Hablaban. Buscó a su alrededor con la mirada pero no estaba ella, y creyó que precisamente entre las dos mujeres, aunque no lo supo, estaban hablando de la ausencia de ella. Confidencias extrañas. Había cruzado la calle, una calle ancha y corta que unía el gran paseo del barrio, un paseo que habían convertido en vulgar al suprimir un bulevar de acacias; sin embargo se había respetado en esta calleja ancha y corta, quizá por olvido, una hilera de palmeras que bordeaba la acera que lindaba con la piscina. Entró en el edificio. Hacía calor, en el interior se condensaba una humedad insufrible y hasta el pasillo que llevaba a los vestuarios llegaba un intenso y profundo olor a pachuli que hacía, si cabe, más insoportable la estancia. El empleado del guardarropa se quejó aunque nadie parecía oírlo. Entró en el recinto y al ver a las dos bañistas tumbadas, ajenas al sol del mediodía, el pelo aún seco, murmurando una muy cerca de la otra, fue cuando recordó, al no encontrarla, el viaje absurdo de la mañana anterior.

La mañana comenzó de hecho nada más sonar el silbato que anunciaba el cierre de puertas y la partida del tren. No recordaba por qué razón bajaron en aquella estación aunque lo supo nada más cerrarse las puertas y percibir la bofetada agria del olor a grasa y el chirriar de las ruedas deslizándose sobre los raíles oxidados por el salitre. Apenas percibió el cansado y lento caminar de los vagones alejándose dirección sur; en aquel instante tuvo la sensación de haberse equivocado, a sabiendas de que aquella no era la estación, de que allí no les esperaba nadie, ni había nadie con quien encontrarse y menos aún que estuviese ella.


El paisaje, las plantas y el suelo, yacían bajo una capa de polvo que se extendía desde la cercana planta de cemento que carcomía lentamente la montaña que estaba a sus espaldas. Tras cruzar las vías llegaron a una escaleras de traviesas viejas. Intuyó, por el sonido, que al último vagón del tren del que acababan de apearse, entraba en el túnel que atravesaba la montaña. A su derecha crecía un grupo de pitas que se confundía con el gris polvoriento del paisaje que se abría a un acantilado por el que se deslizaba la escalera hasta llegar a la playa. Desde allí el mar era un plano azul plomizo donde se reflejaba un sol que apenas reverberaba en unas olas prácticamente inexistentes. Bajaron en silencio. Desde la playa el mar se había tornado en una línea gris metálica y monótona hasta un horizonte desprovisto de barcos; la playa, desierta sin bañistas ni arena, era una llanura de guijarros que hacían lastimoso el caminan. Sobre ellos, sin distinguirse ya el trazado de las vías, se oyó el silbo de un tren saliendo del túnel.

Avanzaban sobre los guijarros que conforme se acercaban a los acantilados se tornaban en grandes bloques. Al cruzar el primer espigón natural, el polvo grisáceo de la cantera comenzó a diluirse y las rocallas blanquecinas a iluminarse entre las copas de los algarrobos que parecían colgados sobre los farallones de cal crecidos entre pitas y espinos. Una quietud obsesiva inundaba el entorno, el mar casi no se oía. A su derecha caía un hilo de agua desde el acantilado, una minúscula catarata que formaba un arroyo casi invisible atravesando la playa. Se habían quitado las camisas y el pantalón haciendo un hatillo con las toallas. Continuaron a trechos cortos a pie, otras nadando para sortear los entrantes rocosos afilados como navajas que penetraban en el mar, y mientras avanzaban, el recuerdo de ella en ocasiones parecía borrarse como si se tratara de un espejismo para diluirse al son de las olas. Y entre los cortantes, el agua mansa dejaba al retirarse una espuma blanquecina de la que surgía un cangrejo asustadizo y algún erizo. El avance era cada vez más lento hasta que la playa desapareció tras los acantilados. Ante ellos se presentaba un paredón del que surgían gaviotas con gran estruendo, que volvían a desaparecer de nuevo tras el perfil de las rocas más altas.


Retrocedieron hasta la última cala que habían dejado atrás y comenzaron la ascensión de la quebrada hasta las vías del tren. El horizonte que dibujaba el mar comenzaba a ensancharse de nuevo. El sol, cada vez más alto, golpeaba los hombros desnudos y el sudor comenzaba a brotar; ya no oía el mar, ni las gaviotas, tan solo su propia respiración. Llegaron a la vía del tren. En su camino atravesaron dos túneles; en el tercero se cruzaron con uno de los trenes que al pasar junto a ellos lanzó un silbido violento mientras se agazapaban contra el muro de roca. Sintieron el vértigo, la velocidad y el desasosiego de estruendo metálico que les atenazó hasta los dientes. Cuando les rebasó el tren arreciaron el paso hasta vislumbrar, tras un último túnel, la playa llena de bañistas donde se integraron, como absorbidos, en el enjambre humano, con el silencio perdido, el vértigo controlado y la sensación de anonimato que propiciaba aquella muchedumbre. Buscaron con la mirada gente conocida entre los bañistas hasta encontrar al grupo de amigos. Extendieron las toallas y se tumbaron en la arena, se bañaron entre risas y comentaron la pequeña odisea del viaje a través de los túneles. Ella tampoco estaba allí.

Ella, a fin de cuentas, no participó en la conversación y su presencia volvió a desvanecerse entre las risas y el baño con la misma inconsistencia que lo hizo mientras ascendían los acantilados. No estuvo en la piscina, igual que la mañana anterior no llegó a ir a la playa; quizá, pensó, ni supo del paseo por los túneles ni que su recuerdo desapareciera tras la violenta sacudida del tren que los empujó contra las paredes de piedra, ni sabría, quizá tampoco sabría, que la había estado buscando en la playa y en la piscina, ni sabría, como él tampoco supo que años después recordaría aquel episodio como quien recuerda un sueño lejano, que probablemente nunca volvería a recuperar ni a revivir como nunca más volvió a verla.


La obra que ilustra este relato se titula Historias en la piscina, (2015). Acrílico en papel de alto gramaje, obra de la pintora Paz Barreiro que expuso recientemente en la Galería Orfila de Madrid.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El castillo de Caudilla


Tras nuestra visita al castillo de Maqueda salimos dirección Torrijos, continuando nuestro viaje a Alcabón por la provincia de Toledo, con la intención de visitar el castillo de Novés tomando el desvío de Val de Santo Domingo; pasada esta última población, a poco más de 2 kilómetros, está Caudilla, un despoblado con los restos de un castillo que no esperábamos encontrar. Entramos al pueblo por el último acceso, frente a la iglesia que tiene aspecto de abandono y desde allí hasta un  lugar intermedio entre el pueblo y los restos del castillo.

El lugar tiene cierto encanto; las casas se mantienen en pie, los tejados limpios; una bandada de perdices que caminaba sin prisa por la calle del pueblo y revoloteó para meterse en los corrales y volver a salir de ellos sin tensión alguna. Todo daba a entender que en el lugar no vive nadie. Me adentré en la tierra recién arada fotografiando lo que quedaba en pie del edificio intentando evitar el contraluz de un sol que comenzaba a estar demasiado alto. El peligro de derrumbe es evidente razón por la cual lo que queda del edificio está cercado por una valla de alambre entre el sembrado y los restos de los muros ya caídos que se acumulan dirección norte. Destaca sobre el edificio la figura de un Cristo similar a un Sagrado Corazón.


La descripción que hace Amador Ruibal en su libro-guía de Castillos de Toledo es esquemática describiendo así los restos aún en pie: "Castillo señorial tardío, rodeado por un foso del que se conserva el frente norte, con una altura de unos 20 metros, con la torre del homenaje de cuatro cuerpos, un lienzo de cortinas con la puerta y una torre angular cilíndrica con almenas"; conviene señalar que en las fotografías del libro al igual que otras no muy antiguas, este lienzo aún estaba en pie y a través de ellas es fácil la explicación que hace del interior del edificio, por lo que es de suponer también que su derrumbe es bastante reciente. Continúa Ruibal con la descripción del interior: "Es obra de mampostería por hiladas reforzada en los ángulos por sillares, con muros de 2 metros de grosor, pero alcanza casi los 3 en la torre del homenaje, que conserva cuatro plantas, la inferior tuvo bóveda de cañón y los pisos segundo y tercero techo de madera. El cuarto nivel era la terraza almenada. Tiene ventanas en la tercera y segunda planta de la torre del homenaje y saeteras en la torre cilíndrica. Tiene escudo del reformador".


Según algunos datos que se pueden constatar por esta red el castillo lo manda construir el Mariscal de Castilla, Don Hernando de Rivadeneira, nombre por el que es conocido también: castillo de Rivadeneira, a medidos del siglo XV (1449-1450). Sobre la historia Ruibal, al igual que el resto de referencias en la red, la cita de forma bastante esquemática dejando en el aire algunas incógnitas para el lector: "en tiempos de Juan II permaneció fiel al rey en su enfrentamiento con las fuerzas de Don Álvaro de Luna",-es de imaginar que se debe referir a Juan II rey de Aragón y Navarra, uno de los Infantes de Aragón, enfrentado a su homónimo Juan II de Castilla de quien Álvaro de Luna era valido. Posteriormente paso a poder de Don Pedro de Rivadeneira a quien se debe su reforma. Concluye que de aquí "salió hacia Toledo con cien caballeros Enrique IV para someter la ciudad partidaria del infante rebelde Don Alfonso", es de suponer también que se refiere a los hechos posteriores de la Farsa de Ávila en la que algunos nobles castellanos depusieron a Enrique y nombraron rey a su medio hermano Alfonso en 1465. Alfonso, hermano de la futura Isabel la Católica, fue coronado con el nombre de Alfonso XII y moriría poco después en 1468, se cree que envenenado, en Cardeñosa, en la provincia de Ávila.


El edificio, como se puede comprobar, está en total ruina y si me he decidido a indagar sobre su historia y publicar esta entrada ha sido para mostrar el abandono en el que se encuentra parte de nuestro patrimonio histórico y cultural, y porque si no se toman las medidas necesarias el edificio terminará derrumbándose por completo, futuro que comparte la iglesia del despoblado, edificio este último que según pude leer tiene restos de su fábrica del siglo XII y pinturas murales. No pude terminar el reportaje fotográfico ni entrar en la iglesia por un accidente que sufrí en el mismo lugar, por lo que queda pendiente de actualizar esta entrada tanto en este aspecto como el relacionado con su historia.

Para esta entrada he consultado y reproducido los siguientes textos de la siguiente bibliografía:

Castillos de ToledoRuibal, Amador, Ediciones Lancia, León, 1992.